Mi amigo Nacho decía que no podía ser mi amigo de verdad, solo medio amigo, porque uno de los dos terminaría enamorándose del otro, y así perderíamos la amistad. Se suponía que si pasábamos mucho tiempo juntos y conectábamos, sería perjudicial para la complicidad. Yo le hacía caso, le respetaba bastante.
Nacho era alto y con ojos profundos. Siempre vestía como un pijo desaliñado, como “tengo pasta pero paso”, era un bohemio burgués total. Tenía unas grandes dotes de comunicación, cantaba y tocaba la guitarra, y tenía a media facultad de químicas con la boca abierta, incluidos profesores. Mónica, su novia, vivía conmigo en la residencia y era una muñequita perfecta, y también muy correcta. Yo siempre le decía “Mónica sácate el palo del culo para bailar” Se reía y pasaba de mí. Siempre estaba peinada, sus botas de tacón limpias, y siempre maquillada. Bueno esto último era un truco, porque se había tatuado la rayita del ojo y el perfilador de labios, eso no era justo hace 28 años, tomando ventaja sobre el resto de humanas normales como yo. Era una media naranja impecable.
Así que mi amigo tenía un entorno ideal, pero le gustaba estar con su amiga macarrilla. Me llamaba canija, pegatina, trasto, nani (de enana), peque… Meterse conmigo le divertía y también buscarme para darle un palizón a alguien al mus, o para cantar canciones de Aerosmith, o jugar al Trivial. Nos mirábamos y nos entendíamos, y no parábamos de reír y hacer buenas maldades. Yo, que era una mindundi de pueblecito, me sentía orgullosa de tener un amigo como él, aunque a veces había que seguir sus normas. Una de ellas era separarnos durante tiempo, cuando nos lo pasábamos demasiado bien.
Así nos tomábamos descansos de juerga, sin quedar durante días. Hasta el jueves siguiente que nos reencontrábamos en el pub El Gato, con alguna canción de Héroes del Silencio, y botábamos mientras la tarareábamos a pleno pulmón desafinado.
Cuando el alcohol tomaba presencia en su metro noventa, volvía con la misma historia, que no me iba a contar todas sus cosas, porque no podíamos ser amigos de los de verdad, porque podría significar algo más. La última vez de esa época que nos vimos, me permitió contestar a esta lucha entre el amor y la amistad, explicándole que ya me había contado muchas cosas, y que yo a él, y que no estaba enamorada, así que no debía preocuparse por romperme el corazón, ya que estaba intacto. Debía preocuparse por él y su coherencia.
A Nacho le volví a ver 15 años después de esto, en un evento que hizo la empresa donde trabajábamos causalmente los dos. Y allí en la plaza de España de Sevilla, me resumió su vida, que Química no le ayudo a encontrar el trabajo de su sueños, que dejó a Mónica cuando se fue a vivir a A Coruña, que ahora estaba casado y tenía un bebé. Yo me alegré mucho por él, pero lo que me encantó escuchar fue que había enmarcado el dibujo que hice para su cumple a carboncillo, de Sebastian Bach el cantante de Skid Row. ¡Aún lo conservaba! Esto me flipó, y desde ese momento, chimpúm, no volvimos a vernos.
Ahora que miro esto desde otro lugar, sí que es cierto que hay una fina frontera entre amistad y algo más. Distinguir dónde acaba y empieza es lo complicado, pero claro es que a los amigos y a las amigas se les quiere. Se comparten momentos buenos y malos, se comparten los secretos y la pasión por la vida, de esto surgen amistades eternas e incluso bodorrios.
El misterio está en nutrirse y confiar, confiar y nutrirse. Y así se forma cualquier tipo de relación, abriéndose y cuidando del otro cuando también se abre.
Confiando que va a estar cuando lo necesites.
Sintiendo que tú también estarás.
Maravilloso leerte