Las ramas de los robles bailaban a ritmo de vals, a veces más lento, a veces más rápido. Mi mirada inerte a los ventanales fue interrumpida por su mano, acariciando mi brazo. Arriba y abajo, arriba y abajo. Era el momento del día en el que yo me sentía humano. En el que mi terciopelo verde se convertía en piel. En el que mi respaldo alto era como el pecho del amado que sostenía el amante mientras este dormía. Parecía respirar entre mis tejidos. Simulaba entrar en mis entretelas ese olor a tabaco, ese vientecillo al pasar las páginas y ese roce de su cabeza en mi respaldo orejero cuando él se disponía a leer lo que nos unía hasta ahora. Ese libro que no quería que acabase nunca. Esa historia que a veces entre cigarro y cigarro él leía en voz alta, haciéndome pensar que quería que yo la escuchase, haciéndome creer que yo le importaba. Yo, ese ser inerte que adoraba cada palabra que él pronunciaba. Yo, que esperaba que él regresara a la finca en tren para llegar temprano. Yo, que deseaba que los capítulos de aquel libro se alargasen hasta el amanecer, e hipnotizasen al lector hasta oír sus dulces ronquidos arropados por la suavidad de mi tejido. Yo, su sillón, su apoyo, su lugar para evadirse, su acompañante de su momento perfecto.
Esa tarde escribió una carta apoyado en uno de mis brazos. Era para su apoderado, lo sé porque lo habló con el mayordomo antes de discutir con él sobre los contratos que tenían en los terrenos de la finca. Tras botar en mi asiento, cruzó sus piernas y se dispuso a seguir con la novela, con nuestra novela.
Acurrucado en mi oreja derecha, más rozada y menos tersa que la otra, por ser la correspondiente a obtener una mayor iluminación propicia para la lectura, susurró en voz bajita ese capítulo que había leído entre cabezadas el día anterior. Era la parte del libro en el que llegaba el amante justo después que la mujer, y ella trataba de curar la sangre que tenía su rostro tras ser agasajado por una rama bailona. Él la apartaba evitando su ayuda, porque en su mente estaba la trama y las coartadas de un asesinato que los liberaría. Notaba desde mi capitoné los latidos del corazón de mi dueño, sentía que le ponía nervioso la preparación del plan, y más tarde su perfecta ejecución. De hecho su sudor empezó a mojar mi respaldo y percibí como se apelotonaban los pelillos de mi terciopelo convirtiéndose en pana barata y oscura en minutos.
Se oyó la puerta de la calle, y él pronunció entre dientes
-¡Por fin solo! – cuando el mayordomo salió.
La verdad es que a mi me gustaba que la casa se quedase para nosotros, porque me aseguraba que mi dueño y señor se podría quedar dormido sobre mí. Nadie le diría que se fuese a la cama. Así que con un suspiro imperceptible, respiré, en modo figurativo, ya que significaba que toda la atención estaría en la novela y en la comodidad que yo proporcionaba.
Y un giró de guión inesperado, me hizo percatarme de los pasos recorriendo los tres peldaños del porche, del chirrido de la puerta principal al abrirse; de la pequeña parada frente a la habitación azul; del cambio de pisada al llegar a la alfombra, de la escalera enmoquetada y casi insonora, y de la llegada a nuestro salón al fondo.
No podía hacer nada salvo lo que llevo interpretando durante años, que es ser espectador, porque no tengo movimiento como para protagonizar. Al menos eso llevo pensando hasta hoy, hasta ahora mismo. Ahora iba a ser testigo, testigo de ajuste de cuentas, por poder, por miedo y por amor. Mejor quitar la vida que sentir las emociones. Mejor vivir a medias, como un sillón verde, como un sostenedor de momentos, a veces ficticios, a veces reales, que no vivir. Tan reales como el cuchillo afilado del amante traicionero; tan tangible como el manto de sangre que cubriría mi funda brillante; tan verdadero como acabar fuera de aquella finca de los robles, tirado en un vertedero cerca del apeadero donde él, mi amo, mi amado, se bajaba, anteponiéndose a las tardes de lectura juntos en nuestro salón.
Si los muebles viejos hablaran… Me da tristeza pensar en el apego del sillón animado y ese mendigar un amor que no le corresponde en un juego al que decidió jugar y luego quiso saltar de rol. El cambio de papeles no aceptado por otros personajes desemboca en drama para al menos uno. Cuántas posibilidades no vividas guardaremos. ¿Te gusta provocar escalofríos en la piel?