En el París africano.
Arrastraba mis pies por aquellos charcos negros. El lingote que reposaba en mi estómago hacía días, estaba destilando hacía mis tobillos. Cada vez veía más lejos llegar a casa de Bernadette, no conocía aún la ciudad. Los paraguas se agolpaban en las aceras y aún no me atrevía a preguntar en francés por una calle. Además los transeúntes se ocultaban cuando intentaba buscar con mis ojos los suyos para pedir ayuda. Debía tener una pinta desastrosa, como alguien que pide a gritos limosna, aunque lo que pedía a gritos era que regresase mi amor. Justo en esta ciudad que se vanagloriaba de tantas visitas de amantes, justo aquí donde de la mano las parejas esperaban para pasar al Louvre, justo aquí, me quedé sola. El frío de la noche y el viento cargado de agua, atravesaba mi abrigo de paño español, y no me podía doler más el alma al ver esa gran torre de hierro frente a mí, imponente, preciosa y apagada entre las nubes. Suspiré al recordar que mi destino estaba cerca, con la esperanza de que en esa calle junto al Sena, recordasen cuando en aquella isla africana, les compré un billete de ida a Europa. Ojo por ojo y favor por favor.
En mi garganta sentí el recuerdo de aquella experiencia, cuando era mi primer grupo de vacaciones solidarias y allá en el puerto de la isla, esperaba el barquito con la primera remesa de visitantes. Tenía los burros preparados con las alforjas para subir los equipajes hasta las instalaciones, y los masáis aleccionados para conducir al grupo de forma segura hasta el bar del poblado, donde comerían. Nada podía fallar, mi beca dependía de mi labor allá. Miraba al horizonte donde el sol cayendo no me permitía visualizar las barcazas públicas. En esa época del año oscurecía pronto y los mosquitos se hipnotizaban con el sudor de la piel blanca perfumada. Estaba muy nerviosa por contarles los trucos contra la malaria, los chulos de las tiendas, los buscadores de esposas y dónde beberse una buena White Cup. No era sencillo acostumbrarse al calor de este continente, cuando venías de Europa, ni por supuesto a sus costumbres y a su falta de higiene. Podías pisar cualquier cosa por la calle, desde excrementos, ropa usada, animales muertos y cualquier basura no orgánica. Todo lo que pudiese ser un alimento, ya estaba aprovechado por niños hambrientos y animales.
Entonces sonreí de la misma forma que aquel día. Esa jornada en que las olas avisaban que barcos llegaban a puerto. Era uno de esos momentos en los que me demostraba que era capaz, y cuando la puerta del número 38 se entreabrió y como una bomba me rodeó un abrazo, desvanecí cayendo al suelo y golpeando mi cabeza contra los adoquines. Por unos minutos, el telón se cerró.
(continuará)