Se quitó las deportivas y los calcetines, ahí, en medio de ese parque ruidoso, en medio de ese olivar recuperado. Anudó los cordones de ambas entre sí, e introdujo los calcetines dentro de las mismas, el izquierdo con la izquierda y el derecho con la derecha. Se colgó las zapatillas como aquellos caminantes hacia Santiago que llevan más calzado a cuestas y a veces cambian sus zapatos para salvar algunas ampollas y crear otras nuevas.
Así comenzó a andar despacito, como tímida, como una geisha con su vestidito. Parecía que ese suelo de barro endurecido por algunos lugares era suave, por otros no lo era tanto. Lleno de piedras puntiagudas y pequeñas, ese caminito dibujaba una María huidiza, que sutilmente brincaba de cintura para arriba, sin despegar apenas el pie del pincho, para hacerse la fuerte.
El cielo estaba de un azul limpio. La claridad permitía que se dibujase con acuarelas borrosas su pelo. Bailaban sus mechones a cámara lenta, como al son de la canción “Flow “ de Shawn James. A golpes, a rachas, a marejadilla, a marejada, intenso, suave, flojo, flotando, fluyendo.
Parada en una escena fotografiada por Steve McCurry, apuntó su barbilla al universo, dejando que el extremo de su pelo rozase con las puntas su cintura, como flechas indicando la belleza de su parte posterior. Su silueta encorvada hacia atrás recordaba a los ojos de los puentes donde cuelgan candados de amor, a los arcos de las iglesias donde se celebran bodas, al semicírculo que el sol deja en el horizonte al atardecer. Curvas interrumpidas en las lumbares por montañitas de carne simétricas y redondeadas. Ondulaciones provocadas probablemente por el bienestar del momento, o por el estar bien con el momento.
Y desde ese lugar, inspiró generando que los botones de su camisa hicieran un largo abdominal queriéndose evadir de los ojales más estrechos de la historia de las camisas básicas de ZARA. Estiró los brazos hacia arriba, y los alineó con el cuerpo, formando una figura digna de un Lladró, merecedora de ser poseída por el deseo más humano y por el más animal.
Su cuello enseñaba en ese instante un collar de semillas, haciendo destacar el blanco de su piel, la turgencia de la base de su cabeza y la frescura de esa parte libre de ataduras. El ligero collar, además de honrar la tersura en la que se apoyaba, tenía el privilegio de que algunas de sus cuentas cayesen en los valles creados por las clavículas. Eran esos típicos hoyuelos en los que cabría un chupito de tequila y podrían taparse con un limón, y que solo se formaban en contadas ocasiones, y limitadas posturas.
Y en esta posición, estancada por segundos, solo existía el movimiento penduleante de sus deportivas intentando equilibrar la fuerza de la gravedad de ese movimiento. Y retornando al lugar original, bajando los brazos, suspiró mientras comenzaba a caminar.
El planeta continuó girando tras este parón, y María bajó poco a poco su ojos. Miraba sus pies con cara curiosa, observando cómo, cada vez que pisaba el suelo arenoso, los dedos pequeños de sus pies parecían desaparecer tímidos a ser encontrados entre la arena. Veía como los callos de sus dedos gordos señalaban con flechas hacia el lado opuesto, siendo tan sexys como cualquiera de las imperfecciones que bañaban su cuerpo. Algunas de esas taras eran las venitas próximas a sus tobillos que parecían reventar a cada paso; también la tripita de haber tenido algunos vástagos convertida en flan de vainilla bajo aquella falda; aquellos codos escuchimizados debido a los muchos recorridos giratorios de las manecillas del tiempo; y como no, esas grandiosas patitas de gallo sonrientes. Esos detalles irresistiblemente humanos y atractivos parecían florecer en los movimientos de su falda y su melena. Eran como manos de piano tocando una melodía desencadenada, sobrenadando en un río de aguas transparentes.
Tras bailar la tierra durante cientos de metros, llegó al lugar más alto de aquel olivar, y miró hacia el horizonte. En él se podía observar la oscuridad de la ciudad, la mano y el cerebro del hombre puestos en marcha en crear rascacielos de diferentes formas y alturas. Este bosque de asfalto y cemento irrumpía con el olor a hierba y arena seca.
Frotó su cara con las dos manos, como secándose con una toalla ficticia, y volvió a mirar la contaminación. Se restregó de nuevo los ojos y lo que parecía un simple gesto, realmente era la recogida de goteras en los ojos. Pero no parecía tristeza, porque María comenzó a sonreír, tocó el móvil que llevaba colgado con una cuerdecita y mantuvo la expresión al desbloquearlo y mirar. Movía el dedo índice deslizando por la parte superior del mismo, como pasando páginas pero con el dedo. Y sonreía aún más. Desplazándose haciendo círculos, buscó algo en el horizonte, como cuando los perros se hacen la cama antes de dormir, ordenando y desordenando a la vez la tierra, la manta, las sábanas… María andaba a la caza de una buena posición lumínica, como si fuese a entregar algo al National Geographic, un tesoro nunca visto, un selfie monumental.
Así empezó la sesión de autofotografía, posicionando el móvil como si fuese el espejo de una polvera, mirándose a través de él, y buscando la mejor luz y el mejor fondo.
Soltó por un momento el teléfono para acicalarse. Se remangó buscando una goma de pelo que jugueteaba enredada entre otras pulseritas. Con este elástico y la magia de sus dedos, creó un monumento peludo en la coronilla, redondeado y deshilachado a la vez, dejando su mandíbula, los lóbulos de las orejas, el cuello, y las clavículas libres de vellosidad y desembarazados de cualquier atrezzo. Adecuó también el cuello de la camisa blanca, cuatro tallas más grande, que permitía sus hombros casi al aire y un aspecto descuidado y limpio, perfectamente equilibrado.
Y así como una modelo sin secretaria, realizó una buena sesión de fotos, riendo y poniéndose en ridículo cuando los paseantes del parque se posicionaban detrás de ella para bromear o para seriamente salir en la instantánea.
Buscando con la mano el borde del banco mientras miraba la brillante pantalla del móvil, dejó deslizar su cuerpo hacia el asiento, atendiendo sin parar al aventajado aparato electrónico.
Con un grito empezó a reír a carcajadas. Algo leyó que levantó su ánimo hasta Orión. Y su móvil sonó, e inmóvil durante 4 toques, no fue capaz de cogerlo. La segunda vez, rápidamente contestó. Riendo, levantando la voz más grave que salía de su garganta, y saltando como cuando era una cría se convirtió en un símbolo vivo de felicidad.
Con las zapatillas entonces en la mano, se fue aproximando a la puerta Este de la salida del parque, cerca de las fuente de agua agria. Allá era donde cada vez su figura iba empequeñeciéndose y alejándose más y más. Casi a duras penas se podía ver cómo se sentó en el suelo a ponerse de nuevo las deportivas y como mientras tanto, un coche blanco paró frente a ella. El auto esperó hasta que ella finalizó su tarea de cordones y deportivas. A los 5 min María se había marchado en aquel coche.
(Hasta hoy no la he vuelto a ver, pero sigue en mi corazón.)
Un momento bucólico y sensual congelado queda atrapado en nuestro corazón esperanzado, a través de cualquier realidad tangible cotidiana. La vida está hecha de momentos intangibles. Gracias.