Si descubría que le había puesto los cuernos, se acabaría todo. Me sudaba la espalda y la frente mientras buscaba cuál cerdo trufero el calcetín rojo. Y a pesar de ello mi boca dibujaba un semicírculo ascendente, recordando la locura deliciosa y prometedora de aquella tarde.
Esa mañana, habíamos coincidido en despertadores, nuestros “apple” sincronizados a las 7:30, aporreadas las mesitas a la par, y chocado las narices al unísono, finalizando con un beso pastoso. Hasta las cucharillas titilaron a la vez meneando la leche y el café.
Cuando bajé las escaleras camino del coche, recordé que tenía que ir al centro a recoger un mantón para la boda del primo de Jorge, y decidí hacerlo a la hora de comer, para no perder mucho tiempo, pero si perder muchos gramos de peso no haciendo la ingesta principal del día. Eso lo había decidido mi falda apretada y mi camiseta encogida.
Tras una mañana repleta de audios, llamadas, teams, emails, y cientos de whatsapps, por fin me quitaría los tacones para liberarme e ir de compras. Y con mis converse rosas empapadas por un sorprendente aguacero, americé en la tienda de Paqui. Con mi mirada al suelo para no resbalarme, choco mi coronilla con la espalda de una gabardina masculina, lo supe por el olor a perfume Invictus que me vuelve loca.
—¡Eyyyy! Entró un Miura pequeñito. ¡Ja,ja,ja!, ¿te has hecho daño? Porque casi me llevas hasta Barcelona de un empujón.
-Estoy bien, disculpa, entré sin mirar. Voy como loca. ¿Tú bien?
- Tranquila, con esa sonrisa tan maravillosa, más que perdonada. ¿Cómo te llamas?
- Sandra, soy Sandra.
Pagué los 1500€ de mantón y salí disparada a permitir ser invitada a un café por los ojos verdes de Juan.
Me llevó a una cafetería de las de pedir la mano. Y compartimos un té mirándonos a los ojos. Creo que sus ojos por encima de la taza me derritieron. No podía explicar como ese ser con el que me había topado, podía atraerme de tal forma que no me importase ni mi vida ni la suya, sólo la nuestra, sólo ese momento, ese aquí y ese ahora.
-¿Y tú quién eres?- me preguntó.
Miré hacía mis manos y traté de explicarle lo pequeña que era, no solo de tamaño sino de alma. La coraza que tenía para hacerme fuerte en el trabajo, para hacerme potente en una discusión y para expresar que todo va bien con una sonrisa eterna. Esa coraza que sin explicación me estaba quitando ante él, mostrando mi vulnerabilidad y mis sombras más oscuras. Hubo algo que no había compartido con nadie y en ese momento descafeinado confesé.
Muy indefensa le conté, como un día mientras conducía un coche de alquiler atropellé a una niña. Fue cruzando un pueblo para poder llegar a la autovía. Había tenido una comida de negocios, y riendo con el manos libres…¡Zas! Aquella cosita se cruzó, y corrió despavorida, cojeando, llorando, gritando en no sé qué idioma, mientras mi cuerpo de mantequilla intentaba bajar para poner remedio a la torpeza. Esa ineptitud que taladraba mi cabeza en palabras de mi padre, y que me acompañaba en ocasiones como esta, en momentos de dejarme llevar.
No pude encontrar a la niña, no pude ver dónde se metió, no había nadie más en la calle, sólo yo y mi corazón rodando calle abajo. Jamás supe de ella. Me sentí cobarde desde entonces, era mi espina clavada y mi deuda con el mundo. En ocasiones soñaba con ese momento y en él que aparecía la niña con sus calcetines largos rojos, sonriendo para tranquilizarme.
Tras contar eso, Juan empezó a reír a boca abierta, incomodándome muchísimo. Le miré absorta y él subió una de las perneras del vaquero para enseñarme su calcetín rojo.
-He venido a salvarte, he venido a hacer un día distinto. He venido a que hoy respires, a que te olvides de lo cotidiano y pruebes lo divino. Estoy aquí para ofrecerte una bocanada de oxigeno en este mundo gris. Además de este té matcha claro está. -dijo cogiendo mi cara entre sus manos- Llevo los calcetines rojos, me has encontrado, has hallado tu tranquilidad.
No supe cuanto de verdad había en sus palabras, pero lo que si sentí es que el desenlace no sería un abrazo y un intercambio de números. Habría algo más. Entonces Juan se levantó a pagar y tras charlar con la camarera, vino con gesto travieso.
-Te traje aquí porque el dueño de la cafetería también es el del hotelito de al lado, pero está lleno. Tengo 3 horas hasta coger mi vuelo para Barcelona. ¿Qué opciones tenemos para desnudar nuestras almas aún más?- me preguntó.
Hice una mueca que significaba que 3 horas son una eternidad y que tenía la solución barata y cercana. Mi casa estaba a 5 minutos y Jorge estaba de viaje y no volvería hasta la noche.
Con Billie Holiday de fondo, con el eco burbujeante de champagne Bollinger, con la alfombra de colchón y con el parpadeo de las velas, respiramos juntos. Nos conocíamos de antes, de otra vida quizá, de otro universo, de otra época y de otras circunstancias. Habíamos coincidido en este momento, para sonreír juntos, para despejar nuestros miedos y aunar nuestra energía.
Anudados y desnudos, Juan me susurro al oído lo que sentía. Nunca había hecho una locura así, tenía su familia y era relativamente feliz. El trabajo le iba bien y seguía estudiando para ir más allá como terapeuta. Siempre había pensado que estas cosas no eran para él, que no habría nadie que le levantase de la tranquilidad. Pero lo que le ocurrió al verme fue un cañonazo de energía, fue como si lo que había estado buscando hasta entonces, hubiese aparecido. Así que sin saber explicar qué podía depararnos el futuro, me dio las gracias por esas maravillosas horas juntos, besándome la mano como un caballero y mirándome por encima de ella.
Como un vinilo que llega a su fin, de un salto mirando el móvil hizo ademán de comenzar a vestirse, pero a tal velocidad que tan siquiera se puso la ropa interior. Mientras llamaba a un taxi, se peinó y guardó en su bolsa restos de atrezzo que tenía por el suelo. En un suspiro, yo estaba diciéndole adiós desnuda aún, tras las cortinas de la planta de arriba.
Preparé un baño caliente, mientras ordenaba, recogía las copas, la botella vacía, ponía a lavar las mantas, y abría las ventanas. Miré el móvil y ya me había escrito. Además de las palabras más bellas que jamás me habían escrito por whatsapp, leí flipada que en algún lugar del salón se había escondido juguetón uno de sus calcetines rojos.
Escuché como la llave de Jorge entraba en la cerradura, y medio tumbada en el sofá, le recibí sonriente como si el día hubiese sido plano. Aunque tener un calcetín metido en la copa derecha del sujetador, me provocaba un escalofrío constante y una risilla de mujer idiota.
Barruntaba un día cualquiera, y fue un día de encuentro y una tarde de búsqueda. La búsqueda de la mentira, la búsqueda del amor, la búsqueda del calcetín rojo.
Vivan los calcetines rojos y los vinilos que llegan a su fin.
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