La luz meneó mi sangre como lo hacían aquellas mañanas de vendimia, avisada por ese despertador de cuerda de mi abuelo. Con un ojo cerrado y otro abierto podía ver cuadrículas reflejadas en las sillas, todo era blanco y negro. Estiré la pierna para comprobar que estaba sola en la cama, sentí el frío y la suavidad de las sábanas, y una brisa subió hacia mi cara al moverse las capas que me abrigaban. Olía a perfume, y no era el mío. Era una mezcla de madera con algo fresco y dulce. Nunca me acordaba de los nombres de los perfumes pero si a quiénes pertenecían. Ese era igual al de mi profe de Matemáticas. Pero tras hacer varios giros con brazos y piernas a mi lado no estaba ni mi profe, ni nadie más.
No me acordaba de nada, solo que estaba en Sevilla. Pero no reconocía esa habitación tan lujosa, donde la pared del fondo estaba a varios metros de la cama. Miré entre las rendijas y pude entrever el río, y claramente la Torre del Oro, que por la distancia y la perspectiva, intuí que me encontraba en la otra orilla. Decidí salir de la comodidad y me desplacé desnuda hacía la parte ancha de la habitación que se encontraba más iluminada. Pensaba que si me acercaba a la realidad del día, mi mente se aclararía, y podría entender qué hacía allí, encontrándome a su vez con el dueño del perfume matemático. Me coloqué una manta que estaba sobre el brazo de una butaca, y me arropé para salir a la terraza. Sonreí al verme allí, mientras guiñaba los ojos cargados de resaca y de horas en la oscuridad. Soy afortunada, pensé, aunque no entendiera ni el cómo ni el porqué estaba entre esos maravilloso lujos. Aquellos macetones de color tierra con pequeños naranjos de copas esféricas, esas sillas y mesa de forja negra, esos cojines turgentes, ese suelo de madera y ese color meloso de la mañana, no podían combinar mejor con la Torre del Oro. Era una estampa para saborear durante horas, así, descalza con la mantita cubriéndome medio cuerpo.
Me acerqué a lo que parecía una fuente al fondo, entonces resbalé en el suelo mojado, con la suerte de no caerme. Pensé que era la fuente que no funcionaba bien y perdía agua. Era sangre. Había gotas grandes y seguidas, haciendo un pequeño riachuelo por algunas zonas y había otras gotas más pequeñas y más secas en la zona más soleada. El corazón me empezó a votar como queriéndose escapar de la escena, porque las consecuencias podrían ser de película de misterio. Por mi cabeza pasó estar en un juicio sentada sin que mis padres asistieran. También pasó por mi mente el tener un abogado que me decía asesina con la mirada. Y por supuesto visualicé el hecho de estudiar en una celda para que cuando saliese del cautiverio fuese más culta y mejor. La justicia que a veces no es justa, pensaba sin parar.
¿De quién era esa sangre?
Me asomé temerosa a la barandilla, mirando hacia abajo con el pavor de encontrarme a un señor estrellado en un patio interior o las luces de una ambulancia reflejadas en algún lugar. Pero no, no había nada. Y con mis escalofríos fui desandando hacia atrás el camino hasta la habitación, pisando sobre mis propias huellas porque pudiese ser una prueba concluyente.
Al entrar respiré un olor a hierro y carne. Vi una puerta entreabierta que debía ser el baño. Se escuchaba agua caer y la luz estaba encendida. Con mis brazos medio cruzados protegiéndome con la manta, me sentí pequeña y cobarde. No quería saber quién estaba allí, no quería saber qué había pasado, aunque como una señal de neón, el reguero de sangre me llevaba hasta aquella puerta.
Agaché la cabeza mirándome los pies, en la típica posición de arrepentimiento ante un juez. Sabía que yo había tenido la culpa, sabía que yo era la causante de aquel desaguisado. Yo y el alcohol. Yo y mi capacidad de defender mi derechos por encima de todo. Si la persona perfumada como mi profe, había intentado algo que no me gustaba, yo habría actuado en consecuencia. Podría sentirme mejor si consideraba que era defensa propia, pero claro, no me acordaba de nada, ni tan siquiera del nombre de ese lugar, ni tan siquiera de la cara de la persona mutilada, muerta y asesinada por mí. Si mi memoria se perdía con el champagne, como no pensar que se podían perder con él, mis valores, mis creencias y mis pilares. Era fácil, yo tomaba etílico y salía la mala más mala. Es cierto que lo más grave que había hecho en mi vida había sido atar a Alfredo al cabecero mientras dormía, como venganza de una hazaña sexual que no me gustó. Tuvo que pasar el botones a desatarlo, cuando fue descubierto por la limpiadora, en aquel hotel cerca de Benasque. Desde entonces dejamos la relación, pero yo me sentí bien con aquella venganza. ¡Qué persona tan cruel soy!
¿Y ahora? ¿Hacer daño más allá? ¿ Con sangre? ¿Qué objeto cortante había estado disponible para tal hazaña?
Levanté la vista de mis pies, y busqué a mi alrededor. Había una hornacina con copas de varios tamaños. Estaba más abierta que cerrada y podría ser el almacén de mi arma cortante. Miré de nuevo hacia la puerta porque escuché ruido, pasos que jugaban en charcos. Eran lagos de sangre en mi mente. Era aquel señor perfumado y desangrado, solo con la piel flotando en un mar de color rojo.
Me imaginaba mareada, mientras él moría poco a poco. Me veía sin saber qué había pasado, dirigiéndome a la cama otra vez, porque con alcohol en vena yo solía ser muy egoísta, y primero eran mis necesidades. En aquel caso, dormir la cogorza burbujeante que llevaba y olvidarme de ese ser, era lo primordial.
Seguía sin moverme del alféizar de la entrada al saloncito, solo mi cabeza giraba como un radar observando mi entorno, y tratando de escuchar cualquier sonido de movimiento humano. El teléfono de la habitación sonó como si fuese algo fuera de este mundo, tan fuera que mis manos empezaron a temblar y la manta se deslizó cuerpo abajo hasta el suelo. Tras el tercer timbre, una voz grave salió del baño.
— ¡María! ¿Puedes contestar por favor? Seguramente es el servicio de habitaciones. He pedido más champagne, que anoche no parabas de decir, quiero otra botella. Además es lo mejor para la resaca.
Muerto no estaba él, estaba yo. Respiré algo mejor pero no entendí nada.
—¿Puedes cogerlo, no? ¿Me oyes?
—Si, si —contesté yo.
Respondí al teléfono confirmando que subiesen el champagne y unos aperitivos a la terraza. También dijeron que no me preocupase, que alguien del servicio limpiaría las manchas del suelo, y dejaría otro botiquín por si hacía falta.
Entonces él salió del baño. Con un dedo con esparadrapo y gasas, liado como si fuese el dedo de E.T.. Me dio un beso en la frente y sonrió haciéndome una danza, como si la hubiésemos bailado el día anterior en algún pub. Con un tono de voz subido y un fuerte acento sevillano me relató lo que había ocurrido.
Me contó que mientras bebía los restos de una copa y salía a la terraza a ver amanecer, le entró más sed, y decidió llenarla con el agua de la fuente, que estaría más fresquita. Pero a esas horas el pulso no fue muy acertado y la copa se rompió incrustándose uno de los cristales en su mano. Se cortó en el dedo corazón y de ahí el río de sangre hasta el baño. Yo confundí el sentido de la sangre, pensé que su origen era el baño y su final la terraza.
—Por cierto, así estarás bastante fresquita, pero mejor que tomes un baño que te he preparado y después te pongas el albornoz, antes de que suban a limpiar la habitación y traernos el brunch. Veo que tienes resaca, por tu cara de póker. Estás guapa de todas, todas.
—Si, así lo haré.
Entré al baño y me metí en la bañera como si fuese una persona obediente. Pasé de ser un asesina a una niña buena. Sonreí mientras su nombre regresaba a mi mente. Y en voz muy bajita susurré:
—Jaime, Jaime. ¡Respira, de momento no te he hecho daño!
Necesito un libro. Me ha encantado. Precioso y a la vez interesantísimo.
Descripción especialmente bonita: "Aquellos macetones de color tierra con pequeños naranjos de copas esféricas, esas sillas y mesa de forja negra, esos cojines turgentes, ese suelo de madera y ese color meloso de la mañana, no podían combinar mejor con la Torre del Oro. "