Las arrugas están aquí.
Estos días en mi pueblo, vine con más patas de gallo. ¿Por qué? Porque tenía que guiñar los ojos, casi cerrarlos para entre mis pestañas poder atisbar quienes eran algunas personas de las que me sonaban sus facciones. Así, con los ojos encogidos, podía entrever sin arrugas a aquel Fran, a aquella Mari Carmen, a aquel Francisco y a aquella Julia entre otros ( los entre otros son aquellos de los que recuerdo sus nombres).
Yo, ilusa de mí pensé que estos que veía en vespino roja, con esos pies que olvidaban que existían los pedales, les había perjudicado el paso de los minutos mucho más que a mí. ¡Craso error querida! ¡Estás más vieja que antes! ¡No lo flipes! Podía llevarme a error, el hecho de poseer y lucir sobre mis hombros una cazadora vaquera rotita de Stradivarius, con unos pantalones de chica malota, una camisa vintage y unas deportivas idénticas a las que suele llevar una Instagramer que sigo. Este atuendo solo demuestra un “sigo siendo guay y puedo llevar esta ropa que llevan las treintañeras”, y a su vez un peterpanismo crónico.
Aunque es cierto que por dentro a veces siento que tengo 20 años, con empanamiento de esa edad incluido, con energía para tumbar a cualquiera bailando y con el mismo apetito para comerme el mundo y viajarlo.
Y fue cuando ví a mi profe Jose Manuel, aquel que me llevó a devorar libros gracias a leernos en clase de lengua a Maese Perez el organista, cuando entendí que esto iba a ir a peor. Ese profe jovial que estaba en mis neuronas, estaba viejito, estaba encogido, pero aún bien conservado. No me atreví a decirle que si me recordaba, no me atreví a decirle que gracias a él me apasiona escribir y leer, no me atreví a preguntarle cómo está.
Aquí sentí un gran peso en el estómago, que se preguntaba junto con mi cerebro y mi garganta a la vez, cuánto tiempo me queda para seguir poniéndome de vez en cuando una cazadora vaquera sin dar mucho el cante. Más aún, cuanto tiempo me queda para sentirme bien cuando ando, para que no me cueste agacharme, para que no se levanten en el metro para cederme el asiento, o para que esté pintando mi pelo de colores oscuros más a menudo.
He pasado el ecuador, y me queda la recta del enriquecimiento personal y el declive corporal. Aún no se si lo he aceptado, pero estoy más preparada para el nutritivo camino que me queda por descubrir, más a cámara lenta que los 47 años que llevo recorridos, más consciente. Y si, tan viejoven como los compis del cole, como los colegas del insti, y como los vecinos de la calle La Virgen.
Buenas noches
Buena semana