Luz, pétalos y medidas.
La luminosidad de su cara era directamente proporcional al brillo de la pantalla de su móvil. Gris claro a veces, anaranjado otras, y parpadeante gracias al “scrolling” continuo por Instagram.
Daniel acababa de terminar su jornada laboral y estaba en el baño de la oficina sumergido en videos rápidos. Reía a carcajadas dopado por los graciosos algoritmos que amoldaban esas imágenes a su necesidad actual. No era consciente de que había otro mundo menos virtual. No era consciente de su adicción. ¿Cómo no lo iba a ser si este enganche estaba bien visto? Puedes mirar el móvil y decir que estás trabajando, o comprando, o reservando un restaurante, o contestado a tu madre o incluso borrando llamadas perdidas incomodas. Es raro pensar que se está atrapado, cuando cerca de ti hay más gente con una mano pegada al celular, y más horas aún que tú. Si todos lo hacen no es adicción, como pasa con el alcohol, que todos bebemos.
Estas eran las reflexiones de Daniel, que tras tropezar en la escalera de salida del garaje, por ir mirando a su tesoro digital, recordó que hoy su peque tenía partido y que antes se pasaría por el pub con los colegas a tomar algo. Ese grupo de WhatsApp prometía. Llevando unos meses en él, se había reído mucho de los videos y chistes que colgaban, y ahora no quería perderse unas cañitas para redondear la semana. Este grupo molaba con sus stickers y gifs, así que bebiendo, sería desternillante, y lleno de contenido para llenar su perfil de fotos de humanos divertidos en momentos felices.
La tarde se alargó, y entre selfies, cerves y cotilleos, su borrachera de los viernes volvió a aparecer. Había semanas que ese estado de atontamiento duraba varios días, entre comidas de empresa, quedadas de los colegas, y el grupo de padres amargados. Este viernes culminaba con varios gin-tonics debajo del ala y muchas cervezas de mediodía.
Ese estado de embriaguez le daba poder, le proporcionaba un “yo” al que los demás no estaban acostumbradas. Ojalá ese “yo” estuviese más presente con su jefe, más presente con su mujer, más presente con el conductor de al lado que le insulta por hacer una pirula con el coche. Ese Daniel tímido, con un poco de etílico, era valiente, audaz y divertido; justo lo que él buscaba de sí mismo a cada momento ante una adversidad.
El alcohol lo llevaba a separarse de la tristeza, de estar cabizbajo y llorando como un bebé cada vez que se sentía desprotegido. Era un payaso tristón de nacimiento, y estar pedo era como flotar en un universo paralelo, en el que se sentía más presente y donde la vida recorría cada célula de su cuerpo. Y así, volando, cogió su coche y fue a su casa desgastando neumáticos. Su hijo jugaría al futbol en treinta minutos y tenía que llevarle él hasta el campo.
Pisó muchas veces hasta el fondo el acelerador, con las ventanillas bajadas, feliz, y cantando “Love is in the air” a pleno pulmón; canción que odiaba y que sin embargo en esos momentos, solo podía estar en su mente con su dichoso estribillo.
Giró el volante como su fuese un ladrón de bancos y marcha atrás aculó el coche para dejarlo encarado para salir. Iba tan rápido que chocó contra la puerta del garaje. En ese momento sonó el estruendo del golpe, el grito de un niño y su carcajada etílica y ahogada por el doloroso desenlace.
Jorge solía sentarse a esperarle con la pelota en la puerta del garaje, justo donde él había golpeado con el maletero. Por la velocidad que llevaba ese estruendo y el volumen de ese grito, estos podrían ser mortales. Bajó del coche con el nudo en la garganta más profundo de su historia, y con las piernas temblando a nivel 6, en su mente veía una corona de flores de cementerio, llena de rosas rojas, y en el centro una blanca con el nombre de Jorge escrito a mano. Era su letra, porque él era el culpable de su muerte. Su vista se llenaba más y más de pétalos rojos, como si fuesen gotas de sangre, y blancos como si fuesen trocitos de alma de su hijo.
Allí estaba Jorge, sentado de lado, como si hubiese parado un gol, mirando a su padre como si fuese un loco asesino.
-¡Papáaaaaa! ¿Qué has hecho? Casi me matas. Me has dado un gran susto. Creí que era parte de mi entrenamiento de portero, pero por lo que veo, el que estaba haciendo deporte eras tú. – comentó su hijo.
Daniel seguía consternado y no tenía una respuesta lógica que saliese de su boca, ni tan siquiera quería pronunciar algo que sonase con esa lengua alcohólica que portaba aquella tarde.
María, su esposa, salió de la casa como una bala, y miró con sus ojos envenenados de sangre a Daniel, tanto que este cayó de rodillas abrumado por la energía que le había sobrevenido tras el odio que ella manifestaba hacía él.
-Me quiero divorciar. Y como eso tardará, me voy con Jorge a casa de mi madre. Lo he visto todo. Casi matas a nuestro hijo, y tú riendo cuando diste el golpe en la puerta del garaje. Si le hubiese pasado algo más que el susto que se va a llevar, tendrías que haber preparado algo más que unos guantes de boxeo, porque no sé qué querría hacer. Sólo te ha faltado grabarlo en el móvil y enviar esta proeza a tus amigos por WhatsApp, así se enorgullecerían de lo arriesgado que es su gran amigo Daniel. – dijo ella.
-Te aconsejo ayuda psicológica. Te aconsejo que abandones tus redes online y offline. Te aconsejo que tires tu teléfono a la basura, y que tires el alcohol que hay en casa y que te prohíbas ir a los pubs que sueles frecuentar. Ellos, los que habitan esos lugares, no te hacen bien- concluyó María.
“Todo en su justo medida”, eso le llegaba a la cabeza, las palabras de su padre. “Si bebes, no mucho; si comes, no mucho; si tienes vicios, no muchos; si tienes varias parejas, no muchas.” Sabio señor que llegaba ahora a su mente y al que achacaba una educación más dura, con más limites, con más castigos y con más capacidad de entender que si haces algo mal y casi al límite, la puedes cagar.
En ese mismo lugar pero dentro del garaje, estaba Daniel unos meses después, con una soga en el suelo, una lata de gasolina, cinco botes de pastillas y el coche encendido. Quería marcharse de ahí, de ese lugar, de ese momento, de esa decisión de irse de esa casa para siempre, y de decir nos vemos cada quince días a los niños.
Mirando por los ventanucos de la puerta, vislumbraba el atardecer, y con un pesar y una culpa como losas de cementerio, reflexionó, pasando esto por su mente:
La vida es sencilla, solo hay que transitarla y dejarse llevar por ella en su justa medida. Las medidas y los límites son los que se me han tambaleado. No se pedir, y no se decir que no. Sin embargo casi digo adiós a la vida sosegada, por no escuchar, por no escucharme y por no sentir.
Quería volver a vivir, quería pensar que la vida es un termómetro que mide la temperatura de ese fueguito que llevas puesto, siendo tu punto álgido cuando te olvidas que existe ese termómetro.
¡Vivamos sin medidas!- Gritó al aire desde el porche.