Miedo a la felicidad.
Hay un miedo irracional a ser feliz. Existe, y a veces yo lo agarro. Es llamado querofobia, aunque no importa su nombre. Lo que importa es como llega de repente, y te hace no disfrutar de lo que ocurre.
Hace unos días sentí “nada” al despertarme, es decir, no tenía ninguna necesidad, no me dolía nada, no tenía sueño, estaba calentita, y ya no había tosido por la noche. Esa sensación de paz, de que tu cuerpo está bien. Me metí en la ducha encendiendo unas velas en el baño, y poniendo el modo lluvia con agua súper calentita, hasta convertir la estancia en Londres. Siempre que me recorre el agua caliente, no puedo olvidar los gritos al ducharme con agua fría por las mañanas en Kenia, era toda una prueba. Me hacía y me hace honrar a mis ancestros, y dar las gracias por este gran privilegio de tener un grifo termostático para la selección de la temperatura del agua.
Andando de puntillas empecé a oler a café, que mezclé con leche de soja, y añadí al encuentro una tostada con aguacate. Al terminar, comencé la tarea de adecentarme y dejar de andar descalza por el mundo, para irme a trabajar. Besos a diestro y siniestro, algún buenos días a mis vecinillos y arranqué al coche cuando sonaba una gran canción. Una de mis favoritas, Simpathy for the devil, de The Rolling Stones. Volumen 100% y día soleado.
El día iba a ser largo en el trabajo, pero la mañana apuntaba a maneras. Así que estaba con una sonrisa tontorrona en el coche. Entonces me entró un escalofrío desde el cogote hasta los dedos de los pies, algo eléctrico. Era un pensamiento caca, así los llamo yo. Un pensamiento que te anticipa a algo que no sabes si llegará, y después de la descarga eléctrica viene el miedo. Miedo a que algo malo va a pasar porque estás bien. Miedo a que no se puede mantener la felicidad demasiado tiempo, aún siendo modesta. Miedo a romper las reglas de lo que hemos aprendido en casa y fuera de ella. Miedo a sentir y a asentir la felicidad como viene, y con derecho a saborearla.
Me empecé a agobiar, recordando buenos momentos de mi vida, que después habían sido truncados por malos tragos. Sin tan siquiera medir el tiempo que había pasado entre lo positivo y lo negativo y sin rememorar cuan bueno había sido lo bueno. Así que baje mis hombros como esperando un repunte de COVID, una menopausia acelerada, una alopecia en 3 meses o quizá algún accidente a las personas que quiero, y empecé a encontrarme mal.
Decidí parar a echar gasolina, o me hubiese reventado la garganta por el nudo marinero que colgaba de ella. Llené el deposito y al ir a la caja, vi unos fantásticos donuts. Me compré uno y un cappuccino. El donuts no llego vivo al coche. Entonces sonreí, porque se me pasó lo del nudo. Quizá era falta de azúcar, o la ansiedad de que la vejez se acerca, o simplemente disfrutar del aquí y ahora con un poco de chocolate.
No lo sé, pero tengo fobia a la querofobia. Aunque ahora que conozco el antídoto, llevo chocolate en mi mochila.