Aún con los ojos cerrados, mi cuerpo volvió a recordar lo que había ocurrido, viniendo una arcada a la garganta. Regresó ese momento en el que media lengua de Jean me sobrevoló. Ese trozo de carne turgente y rojo, se precipitó en la pantalla de cine de mis pensamientos, dibujando una parábola como las que formulaba aquella profe de física en la pizarra.
Me llegó ese miedo cuando mi madre me gritaba: “¡Haz la cama! ¡Recoge el dormitorio! ¡Pon la mesa!. Y por supuesto el gran temor adulto de asumir las consecuencias de lo que haces. Eso de que si te sientes feliz, tiene que ser compensando con algo que te entristezca, es lo que menos soporto de la vida, el equilibrio de la felicidad. Y ahora estaba pagando en una ventanilla de Hacienda moral, la deuda por gastarme miles de euros en unos viaje a París, en cinco botellas de Ruinart y en una habitación con jacuzzi en el hotel Brach, con alguien que había conocido hacía unos días.
Cuando recogí la lengua con una toalla y metí una servilleta en su boca para parar la hemorragia, me estremecí al ver que las iniciales bordadas del hotel quedaban perfectamente colocadas. Me saltó un pop up en la cabeza, con un anuncio del hotel que decía “Ven a hacer el canelo a este lugar, podrás partirle la lengua a tus ligues, que nosotros nos mantendremos firmes, como nuestro logo”.
Desde recepción me informaron que llegaba una ambulancia y también la policía. Cerré la puerta tras de mí, y bajé por las escaleras de emergencia traseras.
Cada vez que uso los Manolos azules, los restos de Jean convertidos en manchas de sangre, me recuerdan que está bien tener un pasaporte falso para no levantar sospechas.
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