Es el adjetivo de los hijos de los vecinos, amigos y conocidos (nunca los nuestros), que no saben valorar lo que tienen, que se quejan por todo, que no saben hacerse un bocadillo o que para hacer los deberes necesitan apoyo logístico.
Que conste que hablo en general. Pero es que el viernes no pude remediar echarme a temblar cuando despedía a mi hijo que iba de campamento el fin de semana. 48 horas fuera de casa aproximadamente. Dos cenas, dos comidas, dos meriendas y con mucha suerte dos duchas. Calculando necesidades, algo de ropa interior, varios pantalones, varias camisetas, varias sudaderas (varios significa no más de 3) y algo de útiles de higiene, todo ello en una bolsa de deporte, esto sintiendo un pelín de vergüenza pensando que llevaba demasiado. ¡Cuál fue mi sorpresa al llegar al autobús, al ver trolleys no permitidos por Ryanair por tamaño y peso, en un porcentaje del 90%! Incluso llegué a pensar que se iban más tiempo y que no me había enterado, o que yo era una mala madre. Enseguida solté lo de enjuiciarme, y pensé en todos aquellos niños que iban a una tienda de campaña con maletas de ruedas y con ropa suficiente para llenar la sección de señora de ZARA.
Así mi imaginación ha estado creando durante el finde, escenas de avispas ahuyentadas con secadores de pelo, hormigas aplastadas por cargadores de móviles , manchas de paintball borradas con toallitas desmaquilladoras, juegos nocturnos inmortalizados por las stories del dueño del camping, comida tirada porque no es el sabor habitual que ponen en casa, ratos nocturnos no compartidos en las tiendas de campaña dado el uso de redes sociales, y mofletes rojos por no caer en aplicarse crema solar.
Sin embargo esta generación es capaz de editar un video para Youtube, o jugar al Fortnite, o bichear en TikTok grabando videos, pero le cuesta atarse los cordones de las deportivas, hacerse un huevo frito, pelar una manzana con cuchillo, ayudar a alguien a cruzar la calle, curarse una herida, saber cuánta cantidad de medicamento tomar y cuándo, poner la lavadora o ducharse con agua fría si no hay más remedio.
Y pasé de flipar a entristecerme, porque yo también intento que mi hijo no pase frío, hambre, miedo o que sufra. Eso es lo lógico de una madre, pero ahora lo que quiero es no pasarme de frenada. Ya lo llevo intentando desde hace tiempo, y no creo que lo esté haciendo demasiado bien, pero soy más consciente. Por lo que aunque me cueste mucho, intento que se despegue de mí lo máximo, para que aprenda a “sobrevivir”, o al menos a vivir situaciones un poco más complicadas que sacar a Bowie a hacer pipí, o cruzar la calle solo.
Pienso en los niños keniatas de la ONG que conocí hace unos años, cuando desayunaban solamente cacahuetes, o bebían agua compartiendo todos el mismo vaso. Recuerdo sus no zapatos, su ropa descolorida, sus grietas en los pies provocados por las yigas (jigger), su forma de coger los lápices para escribir, sus juegos entre canciones y la lejana cercanía al mundo tecnológico. Era como un cuento del pasado.
Ahora intentamos que la pirámide de Maslow esté completamente satisfecha para nuestros hijos, pero es que en el primer mundo es fácil para un niño que esté, sin que ello les suponga esfuerzo alguno, lo que puede provocar que se vuelvan torpes si tienen algún problema de base. Pero nuestra intención como progenitores es algo muy bonito en realidad, yo quiero verlo de esta forma, y es que si nuestros hijos se sienten seguros, su autoestima crecerá, también las conexiones sociales, la autorrealización y así surgirán nuevas necesidades y deseos, que irán en torno al crecimiento profesional y personal, a relacionarse de manera más profunda y la búsqueda de un significado y/o propósito de vida.
Los padres y madres nos equivocamos, pero el fin es muy bello. Al fin y al cabo es amor, y hoy por hoy, con todos los medios, es lógico que los niños no sepan exprimir naranjas, siendo más fácil comprar el zumo directamente.
El amor mueve pirámides, incluida la de Maslow.
me encanta la frase final…. el amor mueve….
Pablo es un niño con mucha suerte 😊